La Valla de Chesterton y el Impacto Devastador del Error de Mao en la Historia de China

El enigma del muro invisible

Imagina que te encuentras dando un tranquilo paseo campestre. Las hojas crujen bajo tus pies, el aire fresco acaricia tu rostro y la serenidad de la naturaleza te envuelve. De repente, te topas con un imponente muro de madera, una barrera que detiene tu camino. Estéticamente, el muro no parece tener sentido: viejo, desgastado, casi como un fantasma de una realidad que ya no existe. Tus pensamientos comienzan a divagar, ¿debes derribar el muro para continuar tu travesía, o es mejor detenerte a reflexionar sobre su existencia?

Esta es la metáfora que el filósofo británico Gilbert Keith Chesterton utilizó en su libro «The Thing», publicado en 1929. Chesterton planteó una cuestión vital acerca de nuestra propensión a ignorar los argumentos más profundos detrás de las reglas, normas y tradiciones que hemos heredado. Ignorar ese «muro» solo porque no vemos una utilidad inmediata puede acarrear consecuencias desastrosas.

La sombra de lo desconocido

La historia a menudo es un vasto laberinto lleno de muros invisibles que solo podemos empezar a entender al cruzarlos. A mediados del siglo XX, la historia de China se escribió con un trazo grueso, lleno de sufrimiento y malas decisiones que, bajo la premisa de un progreso radical, condujeron a la fatalidad. La revolución de Mao Zedong, en su intento por transformar una nación, se convirtió en un paralelogramo de tragedia.

Para poner en perspectiva el caos desatado, debemos retroceder al año 1927, cuando comenzó el Conflicto Civil Chino. Este enfrentamiento entre las fuerzas comunistas y la Kuomintang, la trayectoria oficial del país, originó una fractura que perduraría por décadas. El escenario estaba marcado por la desigualdad, donde los grandes terratenientes mantenían el control sobre la mayoría de las tierras, mientras que los campesinos se hundían en la miseria, obligados a pagar altas rentas, en ocasiones hasta la mitad de su cosecha, a sus opresores.

El colapso del sistema agrario tradicional se avecinaba, y con él, la llegada de la Revolución Comunista en 1949. El nuevo régimen prometía el fin de las injusticias y la redistribución de las tierras, lo que, a primera vista, sonaba como una utopía. Pero, en su fervor por la igualdad, el nuevo gobierno no se detuvo a pensar antes de derribar el «muro».

La ilusión de la utopía

Con la proclamación de la República Popular China, el gobierno tomó posesión de las tierras de los terratenientes, un acto brutal que resultó en el exterminio de cientos de miles de ellos. Este proceso de redistribución prometió esperanza para millones de campesinos. Sin embargo, esta esperanza fue efímera.

Entrando en la década de 1950, Mao Zedong anhelaba construir una China que se convirtiera en una superpotencia industrial. La premisa era clara: si no había capital suficiente para importar maquinaria extranjera, entonces sería el pueblo mismo el que se convertiría en la fuente de trabajo. La lógica era casi matemática: más manos en el campo y en las fábricas significaría un aumento de la producción. Pero como muchos sueños, el de Mao se basaba en visiones distorsionadas de la realidad.

Lamentablemente, el deseo de industrializar rápidamente llevó a un revés que afectaría a millones. Los campesinos se vieron obligados a unirse en comunas donde el trabajo era recompensado con puntos en lugar de dinero. La tierra que una vez había sido suya se convirtió en propiedad colectiva, y aquellos que osaban cuestionar el nuevo sistema eran considerados traidores, enfrentándose a represalias severas.

La caída de la racionalidad

Era un tiempo oscuro. Los campesinos se veían forzados a trabajar en condiciones inhumanas, sin comida suficiente para subsistir, mientras los líderes reportaban un rendimiento exagerado para cumplir con cuotas inquebrantables. La desesperación se convirtió en una constante en la vida rural china. Al mismo tiempo, Mao inició una campaña denominada «Las cuatro plagas», cuyo objetivo era acabar con los ratones, las moscas, los mosquitos y, curiosamente, los gorriones. El concepto tras esto era la idea de que, eliminando todo lo que pudiera ser nocivo, se aseguraría una cosecha abundante.

La premisa era atractiva: sin gorriones, el grano podría ser protegido. Sin embargo, no se consideraron las consecuencias. El gorrion, a pesar de ser un consumidor de algunos granos, también regulaba la población de insectos. Sin su presencia, los insectos prosperaron, y lo que había comenzado como un régimen de purificación se transformó en un caos ecológico que tuvo repercusiones fatales.

Un eco en la Historia

En un intento por erradicar lo que se percibía como un enemigo del progreso, se movilizó al público. Los jóvenes, emulando a héroes de propaganda, se unieron a la caza de gorriones. La imagen de los niños persiguiendo a los pájaros, armados con cacerolas y gongs, es un retrato inquietante de la desnaturalización de la juventud en pos de un ideal irracional. Algunos fueron tan lejos como para asediar embajadas extranjeras en busca de refugio para las aves, siguiendo órdenes que resonaban más con la locura que con la lógica.

El genocidio de los gorriones fue grande. Se estima que millones de estas aves fueron exterminadas en un breve período. Al final de la campaña, el gorrion se había convertido prácticamente en una especie extinta en toda China, pero la victoria fue amarga. La naturaleza, al no encontrar su equilibrio, desató una plaga de langostas que arruinaría los campos y llevaría a una hambruna sin precedentes.

Como resultado de estas decisiones alineadas con la lógica desenfrenada de la revolución, entre 15 y 55 millones de personas murieron durante la Gran Hambruna China, que se extendió entre los años 1959 y 1961. Este caprichoso intento de «dominar» la naturaleza resultó en la más trágica de las ironías: el hombre, al querer reemplazar el equilibrio natural por sus deseos, fue quien sufrió las consecuencias más severas.

La pregunta final

Así, al reflexionar sobre el «muro» de Chesterton, surge la inevitable interrogante: ¿qué harías tú al encontrarte con una barrera que parece no tener sentido? ¿Elegirías destruirla sin más, sin considerar su historia? En la búsqueda del progreso, el respeto por lo que existe es fundamental. Las decisiones apresuradas pueden costar más de lo que imaginamos.

Una lección poderosa nos observa desde el fondo del pasado chino. “No ignores el propósito detrás del muro”, sería un buen consejo si pudiéramos escarbar en la memoria de aquellos que cayeron en la insensatez de la ceguera ideológica. La realidad es que la historia está llena de muertos que hablan en susurros, recordándonos que el cambio debe nacer de la introspección, no de una voluntad ciega.

Así que, mientras saboreamos este café y conversamos sobre el destino de las sociedades humanas, la historia nos invita a ser curiosos y críticos. La próxima vez que te encuentres con un muro, tal vez desees, en lugar de simplemente derribarlo, preguntarte sobre su significado, su propósito. Quizás eso pueda salvarnos de repetir los errores del pasado.