Una Noche en el Depósito Municipal de Cadáveres
¿Alguna vez te has encontrado en una situación en la que la realidad parece desdibujarse y lo que antes creías que era solo un cuento de terror se convierte en una experiencia aterradora? Permíteme acompañarte en esta misteriosa historia, una que se desenvuelve en la penumbra de un depósito de cadáveres, donde la insólita ocurrencia de un joven administrador transformará una noche rutinaria en un relato de escalofríos y sorpresas.
Era una noche como cualquier otra, una de esas en que la neblina se aferra a la ciudad, ocultando secretos y susurros entre las sombras. Tal Brandon, un joven atolondrado de cabello rojizo y rostro pálido, ocupaba su puesto nocturno con una tarea que, en la mente de muchos, podría considerarse como el más oscuro de los destinos laborales. Su trabajo en el depósito municipal de cadáveres era bien conocido en el pueblo, un lugar donde se asomaba a la muerte y sus misterios a través de la mirada curiosa de los difuntos.
«¿Creen ustedes en los vampiros?», le preguntaba Tal a su amigo imaginario mientras hojeaba las páginas de un libro de matemáticas, a veces murmurando en voz baja para ahuyentar el silencio que era tan abrumador que podía volverse inaguantable.
La Rutina de Tal
Tal había estado en su puesto durante un mes, y cada noche se repetía la misma monótona rutina: revisar los libros de ingreso, anotar los nombres y preparar los ataúdes para los nuevos “huéspedes.” Una tarea que, desde una perspectiva, podría resultar aburrida, pero que para Tal era un refugio de la vida cotidiana. Mientras otros dormían, él se sumergía en el silencio de la sala mortuoria.
Como un reloj, el viejo Olaf, el hombre que solía relevarlo cada mañana, llegó puntual, como siempre.
“Ya estás aquí, Tal. Te atrasaste otra vez, como siempre. Debe ser que tu tiempo no vale nada”, le reprochó el viejo, mientras se afanaba en asegurarse de que todos los registros estuvieran al día. Olaf se había convertido en una especie de mentor para Tal, pero sus constantes regaños también representaban un recordatorio de que el tiempo no se detiene, especialmente en un lugar donde la muerte a menudo se ríe en la cara de quienes la observan.
Sin embargo, entre aquellas quejas rutinarias, había algo extraño en aquella noche. Tal notó una taquilla que no debía estar allí, un ataúd adicional que parecía emergido de la nada, el número tres, y que no figuraba en los registros.
“¿Quién es esta?”, se preguntó mientras abría la tapa con curiosidad. Lo que vio lo dejó helado: el cadáver de una anciana. Su semblante arrugado y la mueca burlona de sus labios traían consigo un aire de misterio. “¿Cómo diablos llegaste aquí?”, musitó Tal al cuerpo inerte. Aquel cadáver no debería estar allí. Se advertía la irregularidad, y su instinto de curiosidad comenzaba a transformarse en inquietud.
La Dama en el Ataúd
Sin poder deshacerse de la sensación de que la anciana lo observaba, Tal decidió llamar al viejo Olaf: “Hay una irrregularidad en el registro, señor Olaf. Hay una anciana en el ataúd número tres que no está anotada.” Mientras hablaba, el temor empezó a crear un nudo en su estómago.
“Oh, no. Esa es solo una broma de muy mal gusto, Tal. No hay nadie en el ataúd número tres. Conozco cada cosa que entra y sale de aquí. Te lo aseguro”, afirmó Olaf, pero la urgente voz de Tal lo llevó a verificarlo personalmente. En esencia, Tal anhelaba que Olaf también pudiera ver a la anciana. Pero no, la anciana seguía allí, ocupando ese sarcófago, con su sonrisa burlona que parecía adentrarse en sus pesadillas.
Cuando Olaf llegó, revisó el ataúd y, descaradamente, le dijo que estaba vacío. “Solo está tu mente inquieta y un par de historias de terror, muchacho”, se burló Olaf, pero en el corazón de Tal, había semillas de duda.
El Susurro de un Problema Mayor
El teléfono sonó de nuevo, y tal como su instinto dictaba, Tal se apresuró a tomar la llamada. La voz del sheriff resonó al otro lado de la línea, demandando saber qué ocurría. Tal, aún aturdido, compartió su extraño descubrimiento. “Hay una bruja en el ataúd número tres…” La risa del sheriff resonó, pero algo en la risa le daba escalofríos a Tal.
Al instante se convirtió en objeto de burlas, pero Tal sabía que algo extraño estaba sucediendo. El sheriff le aconsejó que no le diera importancia a los rumores y se tratara de mantener alejado del ataúd número tres. Pero la curiosidad se transformó en ansiedad, y promesas de que nunca más se acercaría a esa parte del depósito fueron vacías, ya que con cada tic-tac del reloj, el terror en su mente se hacía más potente.
Ese mismo día, el viejo Olaf mencionó un nuevo ingreso al depósito: Helia Nilsen, una joven que se decía había sido mordida por un lobo. “Se habla de que ella es un vampiro”, dijo Olaf, guiñando un ojo. “Los vampiros nunca mueren, tal”.
Una Visita Nocturna
Así, la noche avanzó, y el reloj dio la una de la mañana. La puerta del depósito chirrió mientras Tal se acomodaba en su silla, escuchando una vez más el susurro de la incertidumbre. Su mente luchaba contra la idea de que el ataúd número tres podría ser, efectivamente, la prisión de un vampiro que ansiaba salir a la vida nocturna. Pero también había un inquietante silencio que sobrevolaba el lugar y provocaba escalofríos en su espalda.
Los minutos avanzaron, y Tal se sobresaltó al escuchar un sonido. Eran arañazos, como si algo intentara abrirse paso en el oscuro ataúd. Su corazón latía con fuerza, entre el deseo de huir y la curiosidad de mirar. Se decía que las brujas podían engañarte con su encanto, pero los vampiros eran peores, pues no solo buscaban sangre, sino también almas.
En medio de aquel silencio ominoso, el timbre de la ambulancia resonó fuera de la puerta. “¿Quién será?”, se preguntó Tal mientras la sangre se le helaba en las venas. Sin embargo, no era tiempo de divagar, y esa atención lo atrapó en su propia telaraña de terror.
Un Juego de Bromas
Olaf y sus cómplices empezaron a idear planes de bromas sobre Tal. Una travesura en el que Susan, la prometida de uno de ellos, tomaba el papel de la mujer vampiresa. La idea era meterla en el ataúd y esperar a que Tal llegara. Mientras tanto, Tal seguía lidiando con la intensidad de la intriga en el ataúd número tres.
“¿Por qué no mueres, anciana maldita?”, musitó en su mente mientras extingía el cigarrillo. Pronto, sus ojos se deslizaron hacia el ataúd. La sonrisa de la mujer muerta lo atormentaba, como si cada vez que cerraba los párpados, ella lo mirara fijamente.
“¿Qué tal si abro esta maldita tapa?”, murmuró Tal para sí mismo, pero la cuestión era: si lo hacía, ¿qué sucedería?
El Último Susurro
Llegó la hora pactada, y Tal, inusualmente nervioso, decidió volver al depósito. No pasó mucho tiempo antes de que abriera la tapa del ataúd y se desatara el caos. Lo que ocurrió después fue una danza de locura. Susan se levantó, y su voz resonó en el aire cargado de terror: “¡Quiero beber tu sangre!”
Tal, horrorizado, se abalanzó sobre el ataúd. ¿Era posible que hubiera acertado en su instinto sobre los vampiros? Con respiración entrecortada y un martillo en la mano, se encontró frente a un dilema aterrador.
Afuera, las risas del sheriff y sus cómplices se convirtieron en un eco lejano. Todo parecía un juego, una broma de mal gusto, pero lo que Tal no sabía era que la broma podría transformarse en mucho más. Danzando en el abismo de la razón y la locura, se encontró en una situación grotesca.
Tal miró hacia el ataúd, donde la “mujer vampiro” aguardaba. ¿Su vida estaba en juego? Con una decisión feroz, empujó la tapa con fuerza, llevándose consigo a la anciana. La confusión se apoderó de él mientras intentaba salir de la vorágine de la realidad. “¡Le clavaré la estaca!”, pensó frenéticamente, asumiendo que la leyenda le había enseñado el único camino posible.
Reflejos de la Osadía
“Recuerda, Tal, los vampiros nunca mueren, y esta…”, se dijo en un murmullante susurro, mientras afirmaba el martillo en su mano, “es mi única oportunidad”. Subió con paso tembloroso, decidido a atravesar la superficie del ataúd con la estaca.
En ese instante, el cuarto se llenó de gritos y risas nerviosas. Cuando los hombres finalmente fueron capaces de abrir la puerta, la escena era desgarradoramente poética. Tal, con una mirada desafiante, había logrado incrustar la estaca en el ataúd, derramando un rastro de sangre desde la oscuridad más profunda.
La Inversión del Miedo
El terror que había invadido a Tal se convirtió en el caos de la risa de los hombres. “¡Lo hizo! ¡Tal la mató! ¡Es un héroe!”, gritaron con alaridos de asombro. Pero Tal, aún incrédulo, bajó la mirada y vio el rostro pálido de Susan, cubierto con un maquillaje espantoso.
El horror se transformó en risas; el miedo se disolvió en un grupo curvo alrededor de un estúpido juego del que Tal nunca hubiera imaginado ser parte. En un mar de confusión, sintió que el peso del horror se retiraba.
Sin embargo, mientras trataban de incorporarse de aquel episodio, un nuevo susurro se preció en el aire que hizo temblar a los hombres fore de las risas, el susurro oscuro de una anciana observadora en un rincón oscuro.
“El juego no ha terminado, queridos amigos. Nunca termina, porque entre sombras y luces siempre habrá más de lo que se puede ver”. Con esa reflexión quedó claro que los vampiros no solo eran criaturas de la noche, sino también un reflejo de las sombras que habitan en nuestro interior.
Así terminó la noche de Tal, un giro inesperado que convertiría la rutina de un joven en un relato que sería contado y recontado, en murmullos alrededor de fogatas y mesas de taberna, donde la risa y la muerte bailan eternamente.
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